Caperucita
roja
Había una vez una adorable niña que
era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita,
y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una
pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella
nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja.
Un día su madre le dijo: “Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una
botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita
y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día,
y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no
vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y
cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no
andes curioseando por todo el aposento.”
“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. “Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.” - “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?” - “A casa de mi abuelita.” - “¿Y qué llevas en esa canasta?” - “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.” - “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?” - “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.” Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó la abuelita. “Caperucita Roja,” contestó el lobo. “Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.” - “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.” El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. “¡!Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.” - “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.” - “Son para verte mejor, querida.” - “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.” - “Para abrazarte mejor.” - “Y qué boca tan grande que tienes.” - “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja. Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. “¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!” Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
Los 3
cerditos
Al lado de sus padres, tres cerditos habían
crecido alegres en una cabaña del bosque. Y como ya eran mayores, sus papas
decidieron que era hora de que construyeran, cada uno, su propia casa. Los tres
cerditos se despidieron de sus papas, y fueron a ver como era el mundo.
El primer cerdito, el perezoso de la familia,
decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba ya hecha. Y
entonces se fue a dormir.
El segundo cerdito, un glotón, prefirió
hacer la cabaña de madera. No tardo mucho en construirla. Y luego se fue a
comer manzanas.
El tercer cerdito, muy trabajador, opto
por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría más en construirla
pero estaría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedo
preciosa. Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque.
No tardo mucho para que el lobo se
acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento, el lobo se dirigió a la
primera casa y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplare y tu casa
tirare! Como el cerdito no la abrió, el lobo soplo con fuerza, y derrumbo la
casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entro en la
casa de madera de su hermano. El lobo le siguió. Y delante de la segunda casa,
llamo a la puerta, y dijo: - ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplare y
tu casa tirare! Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo soplo y soplo, y
la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y
entraron en la casa de ladrillos de su otro hermano. Pero, como el lobo estaba
decidido a comérselos, llamo a la puerta y grito: - ¡Ábreme la puerta! Ábreme
la puerta o soplare y tu casa tirare! Y el cerdito trabajador le dijo: -
¡Soplas lo que quieras, pero no la abriré!
Entonces el lobo soplo y soplo. Soplo con todas sus fuerzas, pero la
casa ni se movió. La casa era muy fuerte y resistente. El lobo se quedo casi
sin aire. Pero aunque el lobo estaba muy cansado, no desistía. Trajo una escalera,
subió al tejado de la casa y se deslizo por el pasaje de la chimenea. Estaba
empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo
que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un
caldero con agua hirviendo. Y el lobo, al caerse por la chimenea acabo quemándose
con el agua caliente. Dio un enorme grito y salió corriendo y nunca más volvió.
Así los cerditos pudieron vivir tranquilamente
Ricitos de oro
Erase una vez una tarde, se fue Ricitos
de Oro al bosque y se puso a coger flores. Cerca de allí, había una cabaña muy bonita,
y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acerco paso a paso hasta la
puerta de la casita. Y empujo.
La puerta estaba abierta. Y vio una
mesa.
Encima de la mesa había tres tazones
con leche y miel. Uno, era grande; otro, mediano; y otro, pequeño. Ricitos de
Oro tenía hambre, y probó la leche del tazón mayor. ¡Uf! ¡Esta muy caliente!
Luego, probo del tazón mediano. ¡Uf!
¡Esta muy caliente! Después, probo del tazón pequeñito, y le supo tan rica que
se la tomo toda, toda.
Había también en la casita tres sillas
azules: una silla era grande, otra silla era mediana, y otra silla era pequeñita.
Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero esta era muy alta.
Luego, fue a sentarse en la silla mediana. Pero era muy ancha. Entonces, se sentó
en la silla pequeña, pero se dejo caer con tanta fuerza, que la rompió.
Entro en un cuarto que tenía tres
camas. Una, era grande; otra, era mediana; y otra, pequeña.
La niña se acostó en la cama grande,
pero la encontró muy dura. Luego, se acostó en la cama mediana, pero también le
pereció dura.
Después, se acostó, en la cama pequeña.
Y esta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedo dormida.
Estando dormida Ricitos de Oro,
llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar
su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche. Uno de los Osos
era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro, era mediano y
usaba cofia, porque era la madre. El otro, era un Osito pequeño y usaba
gorrito: un gorrito muy pequeño.
El Oso grande, grito muy fuerte:
-¡Alguien ha probado mi leche! El Oso mediano, gruño un poco menos fuerte:
-¡Alguien ha probado mi leche! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se
han tomado toda mi leche!
Los tres Osos se miraron unos a otros y
no sabían que pensar.
Pero el Osito pequeño lloraba tanto,
que su papa quiso distraerla. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a sentarse en las tres sillas de color azul que tenían, una
para cada uno.
Se levantaron de la mesa, y fueron a la
salita donde estaban las sillas.
¿Que ocurrió entonces?
El Oso grande grito muy fuerte:
-¡Alguien ha tocado mi silla! El Oso mediano gruño un poco menos fuerte.
-¡Alguien ha tocado mi silla! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se
han sentado en mi silla y la han roto!
Siguieron buscando por la casa, y
entraron en el cuarto de dormir. El Oso grande dijo: -¡Alguien se ha acostado
en mi cama! El Oso mediano dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Al mirar la cama pequeñita, vieron en
ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo:
-¡Alguien está durmiendo en mi cama!
Se despertó entonces la niña, y al ver
a los tres Osos tan enfadados, se asusto tanto, que dio un salto y salió de la
cama.
Como estaba abierta una ventana de la casita, salto por ella Ricitos de
Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.
Hansel y Gretel
Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos
hijos; el niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y
en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre
ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la
cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el
ojo; finalmente, dijo, suspirando, a su mujer: - ¿Qué va a ser de nosotros?
¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda? - Se me
ocurre una cosa -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los
niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un
pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no
sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. - ¡Por Dios,
mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el
abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las
fieras. - ¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de
hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -. Y
no cesó de importunarle hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima
-decía. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados,
oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas
lágrimas, dijo a Hansel: - ¡Ahora sí que estamos perdidos! - No llores, Gretel
-la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del
paso. Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantase, pásese la chaquetita
y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendorosa y los
blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como
plata pura. Hansel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los
bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel: - Nada temas, hermanita, y
duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo. A las primeras
luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los
niños: - ¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque por leña-. Y
dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tenéis esto para
mediodía, pero no os lo comáis antes, pues no os daré más. Gretel se puso el
pan debajo del delantal, porque Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras,
y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hansel
se detenía de cuando en cuando, para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el
padre: - Hansel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas
vivas! - Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo
adiós -respondió el niño. Y replicó la mujer: - Tonto, no es el gato, sino el
sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero lo que estaba haciendo Hansel
no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas, que sacaba del
bolsillo, a lo largo del camino. Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el
padre: - Recoged ahora leña, pequeños, os encenderé un fuego para que no
tengáis frío. Hansel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda.
Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer: -
Poneos ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansad, mientras nosotros nos
vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a
recogeros. Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía, cada
uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían
que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama
que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el
tronco. Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró
los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron, cuando ya era
noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo: - ¿Cómo saldremos del bosque?
Pero Hansel la consoló: - Espera un poquitín a que brille la luna, que ya
encontraremos el camino. Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño,
cogiendo de la mano a su hermanita, guiase por las guijas, que, brillando como
plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche, y llegaron a la
casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que,
al verlos, exclamó: - ¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en
el bosque? ¡Creíamos que no queríais volver! El padre, en cambio, se alegró de
que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado.
Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron
una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido: - Otra vez
se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos
que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no
puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros. Al
padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: «Mejor harías partiendo
con tus hijos el último bocado». Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y
lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de
ceder la segunda; y, así, el hombre no tuvo valor para negarse. Pero los niños
estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron
dormido, levantase Hansel con intención de salir a proveerse de guijarros, como
la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta.
Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla: - No llores, Gretel, y
duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará. A la madrugada siguiente
se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más
pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hansel iba desmigajando el
pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en
el suelo. - Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -pregúntale el padre-.
¡Vamos, no te entretengas! - Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me
dice adiós. - ¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la
mañana, que brilla en la chimenea. Pero Hansel fue sembrando de migas todo el
camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar
en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera, y la mujer les
dijo: - Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, echad una siestecita. Nosotros
vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogemos.
A mediodía, Gretel partió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo
por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscar
a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura. Hansel consoló
a Gretel diciéndole: - Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces
veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de
vuelta. Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni
una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el
bosque. Dijo Hansel a Gretel: - Ya daremos con el camino -pero no lo
encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la
madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de
hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos
del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a
sostenerlos, echárnosle al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. - ¡Mira qué bien! -exclamó Hansel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es. Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: « ¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hansel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abriese entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo: - Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído? Entrad y quedaos conmigo, no os haré ningún daño. Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se los comía; esto era para ella un gran banquete. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: « ¡Míos son; éstos no se me escapan!». Levantase muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y, al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: « ¡Serán un buen bocado!». Y, agarrando a Hansel con su mano seca, llévalo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Dirigiese entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole: - Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien cebado, me lo comeré. Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía: - Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo. Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que era realmente el dedo del niño, y todo era extrañarse de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo: - Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré. ¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! « ¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!». - ¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte. Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego. - Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa -. Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas. Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja. Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo: - No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo lo haré para entrar? - ¡Habrase visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno. Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Allí era de oír la de chillidos que daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr, y la malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente. Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando: ¡Hansel, estamos salvados; ya está muerta la bruja! Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenía que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas. - ¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos. Y dijo Gretel: - También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería. - Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado -. A unas dos horas de andar llegaron a un gran río. - No podremos pasarlo -observó Hansel-, no veo ni puente ni pasarela. - Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río -. Y gritó: «Patito, buen patito mío Hansel y Gretel han llegado al río. No hay ningún puente por donde pasar; ¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?». Acercase el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo. - No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro. Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hansel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
La bella durmiente
EN un país
muy lejano, donde reinaban reyes muy poderosos, nació una princesita, a cuyo
bautizo fueron invitadas las Hadas para que le sirvieran de madrinas. Después
de la ceremonia religiosa, celebró en palacio un suntuoso banquete y las Hadas
comieron con cubiertos de oro
macizo guarnecido de piedras preciosas, que les regalaron los padres de la
recién nacida. Cuando los invitados habían ocupado sus sitios correspondientes
alrededor de la mesa, presentó en la
sala una Hada viejísima, a quien, por creerla muerta, no se le había enviado
invitación. Los reyes la colocaron en lugar preferente; pero, no pudieron proveerla de cubierto de oro como a
las otras Hadas, y la vieja, sintiéndose molestada, empezó a murmurar entre
dientes.
Terminado el banquete, cada una de las
madrinas concedió a la princesita un don especial; pero la rencorosa vieja
predijo que "la niña se atravesaria la palma de la mano con un huso y que
la herida le ocasionaría la muerte" Una de
lás Hadas buenas, que al retirarse oyó esta triste profecía, regresó al lado de
la criatura y, acariciándola, le dijo:
—No
puedo evitar que te claves un hueso en la palma de la mano, pero haré
que la herida en vez de ocasionarte la muerte, te infunda un sueño profundo que
dure cien años, y esto es lo
que ocurrirá.
Los
reyes, para evitar que se realizara el triste presagio, prohibieron
terminantemente y bajo severísimas penas el empleo del huso en todo el reino, y
así lo hicieron saber a todos los súbditos por medio de edictos y
pregones,
Que
fueron leídos en todas las villas y lugares. Esto no obstante, cuando la
princesa tuvo diez y seis años de edad, llegó un día, recorriendo las
habitaciones del palacio, a una buhardilla que habitaba una anciana que, por
desconocer los edictos del rey, estaba hilando con rueca.
— ¡Qué
ocupación tan distraída!—exclamó, al verla, la princesita, quien, como era muy
viva de genio y tenía que cumplirse la predicción, se apoderó de la rueca y se
atravesó la mano con el huso sin que la anciana pudiera evitarlo. Cavó la joven desvanecida sobre el pavimento,
y la anciana, creyéndola muerta, empezó a gritar en demanda de socorro.
A las
voces, acudieron los reyes y todos los serviciaros de palacio, e inmediatamente
se ordenó que llamaran al Hada protectora de la princesa, que a la sazón se
encontraba a dos mil leguas de distancia. Un enano, calzado con botas que avanzaban
veinte leguas a cada paso, salió al instante en busca del Hada y ésta, montada
en un auto extraño guiado por un negrito, presentó en el palacio pocas horas
después.
—Está
dormida—dijo el Hada al ver a la princesa, a quien ya se había colocado sobre
un lecho suntuoso—y, para que, cuando despierte dentro de cien años, no se
sorprenda de ver en torno suyo cosas y personas extrañas, dormirán también un
siglo entero los criados y camaristas que le sirven, y permanecerán en el mismo
estado sin envejecer ni deteriorarse cuantos objetos la rodean. Y, tocando el
Hada con su mágica varita a las personas y cosas destinadas a dormir cien años,
todas quedaron instantáneamente
dormidas. Abandonaron luego los
reyes el palacio, que estaba situado en medio de un bosque, y ordenaron, por
edictos, que nadie se acercara a él, cosa que tampoco habría podido hacerse,
porque en seguida brotaron en torno del edificio una infinidad de árboles
grandes y pequeños, que, formando una especie de muralla, impedían
completamente el paso a todo ser viviente.
Al
cabo de cien años, el hijo del rey que a la sazón gobernaba el país, fué de
caza por aquel sitio, y sus monteros le informaron de que en el viejo palacio,
cuyas torres sobresalían por encima, de los corpulentos árboles de aquel
impenetrable bosque, dormía una princesa bellísima desde hacía un siglo.
Inflamado el corazón del príncipe por un amor repentino, avanzó hacia la
muralla de zarzas y espinas, que se abrió para dejarle paso; pero la maleza
cerro nuevamente tras él y la comitiva no pudo seguirle. Penetró el príncipe en
el antiguo palacio y, después de recorrer muchas estancias y galerías, en las
que sólo encontró durmientes, llegó al aposento en que reposaba la bellísima
princesa, en el preciso momento en que ésta, despertándose, volvía de nuevo a
la vida.
Absorto
el príncipe ante la sublime belleza de una joven tan encantadora, y de rodillas
le declaró su amor. Como todos los servidores del palacio despertaron también
al mismo tiempo, ambos jóvenes pasaron a una lujosa sala donde se les sirvió un
espléndido y suculento banquete, en que reinó la alegría más loca. El príncipe
volvió luego a su regia morada y refirió a sus padres lo que le había
acontecido. Toda la corte, vestida de gala, se trasladó al bosque y, después de
admirar la belleza extraordinaria de la gentil princesita, la condujo en
triunfo a la ciudad, donde los dos jóvenes contrajeron en seguida matrimonio, celebrándose con tan motivo grandes fiestas en todo el reino.
Tres
años más tarde, murió el rey, y el príncipe la corona, cuando ya era padre de
dos preciosos niños llamados Aurora y Sol (una niña y un niño). La madre
del nuevo rey era una ogra y, como además odiaba a su nuera y a sus nietecitos ordenó al cocinero que matara
cada día a uno y se los Sirviera en pepitoria; pero el cocinero, compadecido de
los niños y de la joven y bellísima soberana, en vez de obedecer a la reina
madre, ocultó a las criaturas. Indignada la ogra, mandó que llenaran de sapos,
culebras y toda clase de alimañas una enorme cuba, con objeto de arrojar en
ella a los dos niños y a la
madre de éstos, para recrearse viéndolos morir y comérselos después... pero, en
el momento en que se iba a con sumar tan monstruoso crimen, se presento el rey,
padre de las criaturas, e inmediatamente mandó suspender la infame ejecución. La
ogra, al ver frustrados sus diabólicos planes, se arrojo de cabeza a la cuba y
los sapos y culebras que en ella había la devoraron en un momento ¡Así suelen
terminar los malos que trozan haciendo sufrir a los buenos!
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